Si tuviera que volver el tiempo atrás, remontarme a cuando comencé el viaje, seguramente haría algunas cosas diferentes.

Seguramente no hubiese comprado algunas cosas que luego dejaría en el camino.

No me hubiese llenado de cosas materiales en tan poco tiempo y seguiría con mi mochilita de 30 litros.

No hubiese trabajado cuando no quería.

Me hubiese ido de esos lugares que me hacían mal y no entendía por qué.

Hubiese elegido con más cuidado ciertas compañías y a otras no las hubiera soltado.

Me hubiese quedado más tiempo en esos lugares que amé.

Hubiese sacado fotos en los lugares donde no saqué. Y no tantas en algunos que no valían tanto la pena.

Hubiese festejado más años nuevos.

Hubiera leído más sobre los lugares donde fui.

Pero si algo mínimo hubiese cambiado, no sería hoy la persona que soy.

La que sabe que cuando la ropa le aprieta, tiene que quitársela y no comprarse nueva.

La que sabe que cuando algo lo siete en el corazón es lo que realmente pasará.

La que aún no sabe no ponerse ansiosa cuando ya la plata no alcanza.

Ni tampoco aprendió aún a despojar todos los pensamientos de miedo que pueden afectar en el andar.

La que sabe pedir perdón si se equivoca.

La que sabe decir “te quiero” si lo siente.

La que aprendió a confiar en personas que antes no lo hubiese hecho.

La que dejó de tener deudas para tener el “mango” justo para seguir viviendo lo que la hace feliz.

Y así aprendió (aunque aún me falta) a administrarse mejor.

La que llora todas las veces que sean necesarias.

Y también la que sigue riéndose con sus propios pensamientos.

La que se mira al espejo y se dice “lo logré” cada día de su vida.

La que extraña, la que ama, la que vive. La que vive cada día de su vida haciendo lo que le llena el alma, aunque en el camino haya tenido que dejar muchas cosas atrás.

Y cuando veo el camino recorrido, me siento orgullosa. Y cuando pienso en todas esas cosas que hubiese modificado, la respuesta es: NADA.